La sexualidad inventada
Recuerdo los muelles de la cama de arriba; estaba tumbada en una litera, desnuda, junto a un chico y me moría de curiosidad por saber qué se sentía al practicar sexo. Debía ser espectacular porque todo, las conversaciones y nuestras interacciones adolescentes, giraban en torno a ello. No es que ese chaval me gustara; se me había declarado y a mí, que no me había hecho caso nadie en toda mi vida, me pareció una oportunidad estupenda para experimentar lo que era una relación. Lo había hecho igual con mi primera tanda de besos de tornillo, dados a un chiquillo que nunca volví a ver. Sólo quería la experiencia.
Los besos me decepcionaron. El sexo, también. La sensación que persiste de esa primera vez es la de tener que contener las ganas de mear. Pensé que me mearía encima y en cuanto él acabó salí pitando al baño. Había algo de sangre mezclada en la orina; “Ahí va mi virginidad”, cavilé mientras miraba el chorro infinito. No había sentido nada más que incomodidad aunque me conformé con la idea de que era inexperta y, al fin y al cabo, era un ejercicio que tenía que domesticar para disfrutar de ello. Todo el mundo parece encantado, debe molar.
Me lanzé al sexo como el que se tira a beber en un oasis en mitad del desierto. Es verdad que el agua puede estar sucia o que el oasis en realidad es un charco de meado de camello pero tú te afanas por tragar el líquido. Esa ciénaga desértica me apagaba la sed de la validación. Parecía que la gente me abandonaba menos cuando tenía sexo con ellos. Parecía que me admitían. Tenía terror a decir que no. Y así llegué a la veintena consumiendo sexo para no sentirme sola aunque seguía sin gustarme ni gota.
A estas alturas del cuento ya es conocido que tengo, además, un trastorno límite de personalidad. Los intentos por evitar un abandono real o imaginario son parte de la etiología, como también lo es aprender a ser otra persona. A mí me habían dicho que era guapa, que era morbosa y que sabía besar y mantener relaciones sexuales con bastante eficacia. Eso me daba una identidad y decidí adoptarla. Consumí hombres como bolsitas de cocaína. Me convertí en una experta en técnicas para complacer, asegurándome que no se notaba el tedio de pasar por el trámite de marras. Además, mi cuerpo parecía responder de una manera independiente a lo que mi cabeza sintiera. Mi organismo se lubricaba, daba señales que no quería conscientemente atribuirme y era difícil salir de una situación en la que todo el mundo parecía estar de acuerdo, incluso una parte de mí. No culpo a los demás ni a mi cuerpo. Estoy sana, respondo fisiológicamente a estímulos concretos. Y las personas con las que yací no sabían de mi revoltijo interno ni de la instrumentalización a la que les sometí. Usé el sexo para sentirme normal pero sólo logré arrepentirme y desear suicidarme.
Los rollos, como digo, eran sencillos. Luego venía la culpa, me sentía sucia y culpable, muy culpable. ¿Por qué me forzaba? Nadie me obligaba a ello, excepto yo; el terror de que nadie quisiera mantener una intimidad conmigo si no era a través de lo erótico era muy real. Veía a los célibes como ángeles elegidos, quería tener fortaleza para no obligarme a lesionarme para obtener la aprobación o el cariño de nadie. El mayor problema, sin embargo, era — y son- las relaciones duraderas.
Claro que me he enamorado, de manera genuina. Y todas han acabado mal. Fatal. Horrible. Cthulhu revisionado en relación romántica. Al principio todo era maravilloso porque había encontrado a un hombre que me aceptaba pese a mis taras y eso me arreglaría. Me había salvado el amor, Disney daba saltos de alegría en su tumba y todo el tema. Lo malo es que los espejismos se desvanecen según te acercas a ellos y yo era un espejismo. Mis parejas pensaban (alguno todavía lo piensa con verdadera fiereza) que mis sentimientos eran fingidos. No les culpo, tampoco. Ni siquiera yo sabía qué me ocurría y todo lo achacaba a que mi sistema estaba o roto o corrupto o todas las anteriores.
Según mejoraba mi estabilidad mental, más fuerte me sentía para decir no. Sólo mantenía relaciones en momentos especiales, dispersos en el tiempo, dándome tiempo a recuperarme de cada encuentro. Para mí es una actividad que me carcome: Tengo que focalizarme, tengo que luchar contra mí misma, contra la construcción que tengo hecha desde hace años y tengo que disfrutar. Todo es obligación. Y he tenido recaídas en los antiguos hábitos. Recuerdo una noche en la que estaba jodida que me acosté con un amigo. Cuando terminamos y fui a la ducha, apoyada contra la pared húmeda del baño con el chorro de agua trepanándome el cerebro me di cuenta que ni siquiera lo había besado. Había sido la culminación del proceso mecanizador del sexo.
Creí que el poliamor era la solución. En realidad, es una solución parcial. Descargaba gran parte de la cuota de sexo que debía mantener para sostener una relación romántica y me hacía sentir mejor conmigo misma. Pero había cosas que seguían fallando. Todas mis relaciones terminan en la evitación de contextos potencialmente eróticos. Y, por fin, este lunes escuché un programa de radio que me explicó punto por punto que no tengo ningún problema. Que puedo tener relaciones profundas, románticas y enriquecedoras sin la parte que me destroza. Después de haberlo probado todo, es liberador. No sé si soy asexual pero, ciertamente, soy algo no-necesariamente-sexual. Y hoy os lo cuento porque quiero que sepáis que no estoy rota ni necesito ayuda para repararme ni nada parecido, ahora lo he entendido.
El feminismo también consiste en reapoderarte de tu expresión sexual; Me siento más empoderada hoy que puedo decir aquí que no quiero una relación con un sexo como elemento necesario y fundamental. Me siento más yo, más libre. Escribir esto ha sido mejor que cualquier promesa de orgasmo. Gracias por compartirlo conmigo.