La chica de porcelana rota
Mi padre me dijo que pasaría y no le creí. Era una de las raras ocasiones en las que hemos quedado a solas con la excusa de un café para hablar. Nos marchábamos ya de la cafetería, cerca de una estación de tren. Mientras sorteaba a lo que parecían unos turistas, me acertó a decir, con algo de incomodidad, que no sabía cómo tomarse eso de que contara mi trastorno en público. “No me malinterpretes, sólo es que no quiero que te hagan daño. La gente usa la información para herirte y tú eres tan transparente que a veces me asusto”. Mentiría si contara ahora que algo en mi interior no se removió violentamente, ¿cómo era posible que alguien lastimara a otro ser humano como él con un trastorno de personalidad? Le intenté hacer entender, reprimiendo un enfado irracional, que no comprendía que ese tipo de cosas sucedieran, que no era posible. Como respuesta sólo obtuve una mirada triste; una mirada que sólo ahora alcanzo a comprender en toda su magnitud.
Esas personas existen y me las he cruzado a lo largo de mi vida sin saberlo, culpándome por haber sido extraña, con una comunicación complicada. No en vano, el intercambio oral nunca ha sido mi fuerte. Mi cerebro piensa despacio y las conversaciones son demasiado inmediatas. Me los encontré en el colegio, donde era presa fácil por mi tendencia a la soledad. Luego tuve algunas relaciones de amistad o de amor en las que, cuando no conseguían lo que necesitaban, usaban mi trastorno en mi contra. Aprendí el significado de “hacer luz de gas” asfixiándome dentro de esas linternas parpadeantes; pero nunca me preocupé por las consecuencias porque pensaba -pienso- que era importante ayudar a otros con mi experiencia. Aprender de los errores de uno es inteligente pero aprender de los errores de los demás, oh amigos, eso sí es sabio.
No soy un modelo. Soy una persona con un trastorno de personalidad que vive con sus padres, trabaja de limpiadora y tiene como única posesión un coche viejo y lleno de peluches. No soy un paradigma de nada ni pedí serlo nunca. No tengo razón ni me importa tenerla. Estoy viva para aprender y para intercambiar experiencias. Pero a veces es muy duro mantenerse en pie, seguir adelante y no desfallecer. No, no soy un ejemplo. Sólo quiero escribir, en realidad, para mí. Para ordenar mis ideas. He escrito desde siempre pero no publicaba nada porque, bueno, con sinceridad nunca pensé que nadie pudiera entenderme. Era un error absoluto, un pensamiento propio de una narcisista infantil que se siente aislada del mundo. La realidad es que lo que yo he vivido lo viven a diario miles de personas. Mi vida, la de todos, tiene un sentimiento patético (en el sentido griego) que trasciende nuestra existencia y empapa a generaciones durante milenios. Mi tragedia ya ha sido contada, con pequeñas iteraciones, desde el principio de nuestra conciencia. Y en ese saberme dentro de una comunidad se encaja mi decisión de publicar mi vivencia. No soy excepcional y quiero participar en mi cultura de la única manera que sé: dando coherencia a mis pensamientos por escrito.
He hablado sobre mi sexualidad y cómo me sentía con respecto a ella. La respuesta que recibí fue heterogénea, casi siempre enriquecedora, pero también me ha costado romper una relación en unos términos muy dolorosos y que mucha gente cuestione mi salud mental, desde un punto de vista no profesional. He recibido ayuda, apoyo y mensajes en los que se me hacía confidente de abusos y experiencias similares. Y también mucha críticas. Todo eso me ayuda a crecer como persona. Obtengo mucho más conocimiento de lo que soy capaz de entregar. No creo que deje de ser transparente, aunque a veces me contraiga y convulsione por el dolor. El dolor es pasajero pero soy su vehículo y puedo decidir a quién llevo dentro. A veces lloro y a veces me desespero. A veces miro a los demás sin entender qué hago aquí. Y siempre me repito lo mismo: estás profundizando.
Mi padre tenía razón, quien lo desee usará los medios a su disposición para dañarme y quizás ni siquiera exista un motivo consciente detrás. A lo mejor represento la encarnación de una idea que aborrecen; pueden ser sádicos que disfrutan con el dolor ajeno, también existe la posibilidad de que yo les haya hecho daño voluntaria o involuntariamente. A pesar de que estaba en lo cierto y no lo supe ver, mi contestación no ha variado ni un milímetro: Quien desee romperme lo hará, aunque me esconda tras siete velos y bajo llave.
La brisa me acaricia la cara, mis pies desnudos sienten el frío del suelo enlosado de la pequeña terraza de la casa de mis padres. Estoy en mi silla favorita, una silla playera de plástico en la que paso horas leyendo y mirando el monte que tengo enmarcado por un eucalipto y una chimenea industrial. Mientras he ido avanzando en el texto -está escrito de un golpe, sin revisar- mi corazón se ha ido descongelando. Me vienen imágenes dulces, de personas que me han permitido entrar en sus vidas y ser partícipe de su viaje. Me resuenan palabras y letras de amor que me envían. Al final, el dolor es contingente pero vosotros sois necesarios.