Angustia acumulada

Galicia M. Blake
4 min readFeb 23, 2022

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La primera vez que me despersonalicé estaba sentada en el sofá del salón. No recuerdo bien si era ya de noche porque el vídeo que me llegaba al cerebro a través de los ojos se empezó a emborronar, como si todo él se fundiera en un sólo fotograma incomprensible. Estaba demasiado fascinada para preocuparme hasta que me vi desde fuera y descubrí que no podía interactuar conmigo misma. Me vislumbraba sentada, callada y ya no sabía si me habían suplantado o era yo o estaba muerta o qué carajo me estaba ocurriendo. Observé cómo veía la televisión durante un largo rato. Mi madre me habló y quería responder pero la Otra no parecía hacerme ningún caso. No recuerdo cómo volví a reunirme en una pero supe que ese proceso se repetiría, lo supe.

Tampoco fue una novedad vivir con el miedo a separarme de mi cuerpo, a esa edad -14 años- ya me autolesionaba por completo. Nada de cortes, me quemaba o me hacía heridas enormes que a veces se infectaban por la cantidad de veces que las reabría. Tenía ataques de ansiedad a diario, terrores nocturnos. Me sentía una cáscara vacía en los mejores días. Esa era mi vida diaria desde que tenía conciencia.

Con estos antecedentes muy resumidos uno se puede imaginar que nunca tuve la necesidad de ser consciente de que tenía un trastorno. Que yo tenía algo que no terminaba de encajar era -es- un letrero de neón que llevaba arrastrando del cuello desde pequeña; parecía normal pero no me comportaba normal. No era adrede, lo juro. No es adrede. Sólo es que tengo lo necesario para tener un trastorno: un entorno emocional inestable, abusos, humillaciones, antecedentes familiares y una percepción propia del Mundo, quizás condicionada por las vivencias que me ha tocado padecer.

Nadie puede reconocer una disociación si no está preparado para reconocerla

Como decía, las despersonalizaciones continuaron. Estaba en la cama y todo se volvía de piedra a mi alrededor o estaba en clase y la profesora hablaba en idiomas que sabía que debía entender pero que mi mente no computaba. Era aterrador. Una vez que entré en terapia descubrí, para mi sorpresa, que no recordaba la mayoría de conflictos en los que estaba involucrada. Simplemente habían desaparecido de mi memoria. Ahí hallé las disociaciones, que eran mucho peores que cualquier despersonalización que hubiera padecido. Eran agujeros negros en los que me transportaba a través del espacio-tiempo a otro lugar en el que, muy seguramente, había tomado una serie de malas decisiones que costaría reparar meses o incluso años.

Recuerdo, aunque recordar sea una palabra demasiado grande para esto, que la más duradera y profunda fue durante un fin de semana completo. Pude reconstruir trozos de lo que fue sucediendo pero nunca lo sabré con exactitud. Yo ya estaba diagnosticada. Vivía con mi pareja y estaba en terapia de nuevo. Tenía medicación. Todo se apagó un viernes por la tarde. Estaba en casa e iba a ducharme para salir con mi novio pero (y aquí comienzan los trozos que he recuperado a través de otros) lo llamé para decirle que no quería salir. Cuando él llegó del trabajo me encontró tirada en la cama, sin hablar. Dice que se enfadó y se marchó a casa de sus padres. Y me quedé allí, sola. No le culpo, nadie puede reconocer una disociación si no está preparado para reconocerla. Durante el sábado y el domingo me dediqué a escribir correos electrónicos, críticas de cine y a ver películas. Hablé con mi madre por teléfono sobre Ana Karenina -parece ser que estaba obsesionada con ese libro- y ella tampoco supo reconocer lo que me ocurría. Estaba rara, sí, pero no acertaba a saber qué me pasaba. También sé que me depilé con cuchilla porque encontré una toalla llena de sangre, escondida en un cuarto y tenía las piernas mal depiladas y llenas de cortes. Creo que no salí de mi casa, aunque no puedo asegurarlo. También escribí un texto con mis últimas voluntades por si moría. No tengo idea alguna de si ocurrió algo más. Supongo que nunca lo sabré.

A veces, en el trabajo, me encuentro con que han pasado dos horas y he hecho tareas que no recuerdo haber hecho. Me apago. Por eso me obsesiona el orden, los autochequeos, recoger datos de mi actividad para monitorizarla. Siento que no tengo control alguno, ni siquiera sobre mí misma. Y es cierto que no tenemos control pero al menos existe la ilusión de poseerlo.

No sé qué clase de mensaje estoy lanzando, no sé si sirve para que alguien sienta que no está solo. No doy ninguna solución porque yo tampoco la tengo. Sólo tengo la monitorización y el autoconocimiento como armas para prevenir estas escapadas de mí misma. No sé si llegaré a conocer a la Otra, aunque hay noches en las que me llama. He decidido no contestarle y seguir adelante, construir una estructura que la limite y le de un espacio seguro para no hacerme daño a mí ni a ella. Eso ha significado que no puedo perder el control ni un momento. No puedo desbordarme, tengo que mantener unos niveles de refrigeración del estrés que hagan que la Otra no pueda destrozar nada de lo que he logrado. Mi organismo es una central de fusión nuclear, un aparato de energía que emite una radiación altamente contaminante y el residuo, la ansiedad, alimenta a la Otra.

La despersonalización y la disociación son fenómenos de desconexión entre razón y corporeidad. Si una identidad es una amalgama de componentes desconocidos, lo único que se puede inferir de estos procesos de desunión es que hay elementos que son bifásicos y que en una determinada longitud de onda se separan. Digamos que es un espacio vacío, una elipsis interna para administrar la cantidad de dolor que puedes procesar de una sola vez.

Tengo miedo.

Estoy cansada.

Soy imperfecta .

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Galicia M. Blake
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Written by Galicia M. Blake

Soy un cíborg visibilizado como mujer // QA Beast // En-crypto-feminist

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